De repente, Sollers

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Al abrir el Discurso perfecto de Philippe Sollers, me encontré, cómo no, con la ya conocida petulancia de una voz muy segura de sí misma, nada melindrosa, despierta y directa, sarcástica y un poco criticona, ácida, agresiva: la voz de Sollers, el rebelde ya sin causa de aquellas peleas entre teóricos y militantes, estructuralistas y maoístas, del belicoso París enragé de la época de Tel Quel y sus andanzas con los Barthes y las Kristevas, allá por mil novecientos setenta y tantos.

Sollers, el incorregible Sollers. Discurso perfecto no es otra cosa, digámoslo así, que una selección de ejemplos de literatura crítica ocasional: reseñas, prólogos, presentaciones, comentarios sobre exposiciones de pintura, catálogos, solapas, contraportadas. Un cajón de sastre variopinto donde está el genio y figura de Sollers en su mejor forma, en plena, relajada madurez.

Para un escritor de micros radiales como yo, un libro de esta naturaleza resulta casi providencial. Al repasarlo comprobé cuán útil me iba a ser como modelo y catalizador de mi propia performance de escritor ocasional, de redactor a sueldo de unos textos para ser radiados e irradiados a través de la frecuencia de amplitud modulada de una entrañable emisora caraqueña, Radio Capital (la estación que se oía en mi casa cuando yo era adolescente y que mi padre sintonizaba en el transmisor de su flamante Dodge Dart de 1965).

El Discurso perfecto es, pues, una mina de posibilidades para mí: me refresca la memoria sobre autores lejanamente percibidos hoy por mí (como Céline, por ejemplo) pero que, en su momento fueron muy importantes para la formación de mi sensibilidad (Viaje al fin de la noche, por supuesto); me devuelve a Rimbaud, a Bataille, a Michaux, a Joyce; me regala una oportuna visita reincidente a los laberintos de Artaud; y, en general, y sobre todo, y principalmente, me pone por delante el despliegue de un estilo: una forma eficaz de transmitir imágenes y sentencias, revelaciones y precisiones sobre los libros que lee, sobre los pintores que frecuenta, sobre los músicos que no deja de escuchar.

Me muestra, pues, Sollers, un tono, un modo, una maniera marcados, ante todo, por la ligereza de la prosa y el desparpajo de la actitud, cualidades que le permiten desprenderse de la tentación de la solemnidad para acceder a una escritura limpia, y quizás un poco seca, pero llena de humor y de eso que los franceses llaman esprit, una gracia y una energía puntuales, de relámpago, contundente y veloz, precisa como un flechazo que da, sin erráticas cabriolas, en su blanco. Toda una inspiración, sin desazón.