Artaud: el ojo intelectual en el delirio

 


 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Dueño de una palabra frenética, arrebatada, Antonin Artaud es una de las figuras más inquietantes y fascinantes de la poesía moderna.

Asediado por la locura desde la infancia, huésped habitual de asilos psiquiátricos, explorador inveterado de los más extremos paraísos artificiales, es el autor de obras incandescentes, quemantes, que nos ponen por delante la violenta patencia de una experiencia de los límites, en que razón y sin razón, locura y cordura se transfiguran mutuamente, se rechazan, se maltratan, se reclaman.

“Yo me libro a la fiebre de los sueños, pero es para obtener nuevas leyes. Yo persigo la multiplicación, la agudeza, el ojo intelectual en el delirio, que no el vaticinio azaroso. Hay una navaja que no olvido”.

Hoy queremos pensar en todo lo que entraña la concepción de ese ojo intelectual en el delirio que nos propone Artaud: que en el delirio opera un ojo que sigue siendo intelectual; que la agudeza de la mente no se pierde en el vaticinio azaroso; que el delirio trabaja intelectualmente, y ve.

He aquí un punto inquietante de la irritante, desafiante poética de Artaud: su insistente necesidad de afirmar que en el delirio, que en la locura, no se pierde la razón: “la imagen acarreada por mis nervios toma la forma de la intelectualidad más alta, a la que me niego a arrancarle su carácter de intelectualidad”.

Esa intelectualidad superior, esa razón traspasada, produce, efectivamente, conceptos que llevan “en sí la fulguración misma de las cosas”, como vimos en nuestra nota anterior.

Como escribe Héctor Manjarrez, uno de sus traductores más inteligentes, “[…] Artaud nunca perdió la mente, su mente. Aun en medio de las estupefacciones más profundas […], siempre se distinguió por su clarividencia. Artaud siempre vio”.

En su manifiesto de 1925 Artaud nos dice: “Yo no renuncio a nada de lo que es de la Mente”. “Solamente quiero transportar a otro lado a mi mente con sus leyes y órganos. Yo no me libro del automatismo sexual de la mente sino que, por el contrario, mediante este automatismo intento aislar los descubrimientos que no me da la razón clara”.

Agobiado y acosado por los excesos de su mal, Artaud nunca perdió de vista su propia perdición, su propio extravío en la locura. Nunca perdió su mente. Con una extraña fuerza psíquica fue testigo de sus propios cataclismos y fue capaz de dar testimonio de sus diversos pasos por las tenebrosas profundidades de su infierno personal en textos que son a la vez magma de alucinación y clarividencia.

Sus escritos nos plantean, así, un enorme reto de comprensión: se desprenden de una dolorosa y ominosa experiencia de extravío mental, pero conservan, en su desgarradura, la amarga coherencia de una inteligencia que no cesa de estar atenta, vigilante de sí, loca y lúcida a la vez.