Manasés Rodríguez, el artista de los mil rostros

 


 

 

Por Álvaro Mata

Si cada obra artística implica un autorretrato, quizá sea Santiago Manasés Rodríguez, o simplemente Manasés, el artista que mejor exploró la particularidad de su rostro para crear una galería de rostros universales.

Antes de dedicarse a la pintura a los 44 años, Manasés ejerció diversos oficios como electricista, boxeador y chofer. Fue precisamente en este último trabajo, esperando a unos pasajeros en el Bar Venezuela, donde la casualidad le reveló su destino: una gota de cubalibre cayó sobre unas líneas que había trazado, y de esa mancha accidental surgió el primer rostro de su obra. Allí comenzó todo.

Manasés trabajó en 1965 como chofer en la hacienda La Vega de la familia Herrera Uslar, quienes lo incentivaron a pintar. Después de su jornada laboral, se quedaba en la hacienda, pintando desde las ocho de la noche hasta las cuatro de la mañana. A partir de ese momento, Manasés se dedicó de lleno a la pintura. Su primera exposición individual, Los rostros que veo (1966), mostró sus motivos recurrentes: flores, rostros y odaliscas, con sinuosas formas vegetales, que pinta “a manera de experimentación”, según señalaba.

A mediados de los ochenta, añadió relieves y texturas. Utilizando cortezas de árboles, cemento, yeso y anime, transformó la superficie plana del lienzo en un bajorrelieve, anticipando su incursión en la escultura. “Me gusta conocer todo lo que pueda dar texturas”, decía.

Mientras la crítica intentaba encasillarlo, Manasés se mantuvo firme en su visión. Aunque algunos comparaban su obra con el Arte Bruto de Jean Dubuffet, él rechazaba tajantemente la idea de influencias. “Si me parezco es por casualidad. Allá ellos con sus comparaciones zoquetas”, decía. Para Miguel Otero Silva, su arte era el “trasunto de la ciudad”, pero Manasés afirmaba, con total sinceridad: “Mi obra es muy personal. Yo soy Santiago Manasés Rodríguez Serrano”, apuntando que su universo creativo nació de su propia experiencia, y no de etiquetas.

Manasés legó un trabajo artístico que escapa a los rótulos. Sus trazos rizomáticos son el testimonio de un artista para quien la alegría de pintar siempre fue más importante que cualquier etiqueta. Un mundo lúdico que nació de la casualidad de una gota de ron.

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