Los rostros de Alberto Giacometti

 

 

Por Susana Benko.

De los escultores del siglo XX, Alberto Giacometti es uno de los que no pasa desapercibido. Su obra ha tenido diversas etapas que resultan de vivencias personales como de reflexiones plásticas que han determinado nuevas vías en el arte moderno.

Sobrevivió a dos guerras mundiales, ha sido testigo de la guerra civil española, del nazismo y de la invasión de las fuerzas hitlerianas. En síntesis, su vida estuvo marcada por fuertes experiencias en una Europa convulsionada, lo que de alguna manera influyó en su visión y percepción de la realidad. Desde 1927, vivió de manera austera en su modesto taller en París donde asumió su labor con sencillez. Casi siempre trabajó con los mismos modelos: su hermano Diego y su esposa Annette. Y es que consideraba que un rostro o una figura, por más cotidiana que sea, siempre es objeto de infinitos descubrimientos.

Su gran obsesión ha sido la manera de aprehender la realidad. Un proceso que no fue “lineal”. De hecho, fue asumido de manera conflictiva. Mientras más se empeñaba en lograr el parecido exacto al modelo, éste se le hacía más desconocido, misterioso e, incluso, a veces terrorífico. Decía que, al modelar un rostro conocido, le venía a la mente el recuerdo de las esculturas que le habían impactado. Esto implicaba recomenzar y establecer una relación más ingenua entre él, el modelo y la obra.

Es de esta manera como se fueron sucediendo las diversas etapas escultóricas de Giacometti: desde una figuración con voluntad realista, pasando por una breve influencia cubista y de las artes originarias, por el surrealismo, al sustentar su obra en la memoria y en los sueños. Luego, retornó al modelo, pero ya de una manera sumamente expresiva, distinguiéndose por representar cuerpos muy alargados y delgados que han definido su estilo maduro.

Las cabezas, por otro lado, tienen una importancia particular. Para Giacometti un rostro se va difuminando con respecto al espacio que lo rodea. Tal vez por ello necesitó hacer varias piezas del mismo modelo para fijarlo. Es lo que sucedió con los rostros de Annette. Ella perdía su identidad al convertirse solamente en un rostro humano. Entonces la retrató muchas veces buscando la profundidad de su mirada. Porque la mirada, decía, es lo más importante del rostro, es lo que permanece en toda condición humana. Los ojos de Annette, entonces, son la chispa de vida necesaria para su real existencia.

Giacometti estaba muy consciente de la fugacidad de la vida y del destino final en la muerte. Asumía por ello vivir desde lo provisional. Al modelar, no terminaba las figuras con un acabado definido. Más bien quería dejar hendiduras y escisiones en la arcilla. Era su manera de expresar que, para vivir, había que exigir energía y voluntad. De allí, tal vez, la frontalidad de sus cabezas y sus persistentes miradas que permanecen inmutables a pesar del paso del tiempo.