Una hipótesis candente. Los papeles que el amigo no quemó (IV)



 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Cuando Max Brod parte a Palestina, en 1939, lleva consigo una pesada maleta negra que contiene, no sus propios manuscritos, sino los manuscritos de Kafka, custodiados por él desde la muerte del escritor, y conservados desde entonces gracias a su famosa y paradójica traición. Aquel año trágico, la Alemania nazista invadía Checoslovaquia y comenzaba para los judíos de Europa central una de las experiencias más dolorosas y oprobiosas de la historia moderna: la historia del Holocausto.

Cuatro años antes, en julio de 1935, la Cámara de Literatura del Reich alemán recordaba a la Gestapo que los libros de Franz Kafka y de Max Brod habían sido incluidos en una lista negra emitida en abril y le recomendaba confiscar todos los ejemplares que encontraran. Para entonces, hacia once años que Brod venía traicionando sistemáticamente a su amigo, como hemos repetido aquí ya tres veces, publicando buena cantidad de una obra que, según la última voluntad kafkiana, Brod habría tenido que haber quemado. Pero, como sabemos, lo desobedeció. Esa desobediencia implicó que entre 1924 y 1937, Brod se dedicara a publicar no sólo sus grandes novelas inconclusas, El proceso, publicada en 1925, El castillo, publicada en 1926, y América, publicada en 1927, sino, además, sustanciosos volúmenes póstumos conteniendo relatos y otros trabajos de Kafka, como el publicado por Kurt Wolff el año 33, titulado La muralla china. A pesar de que los libros de Kafka no se vendieron bien en Alemania, Brod fue capaz de hacer que, en 1934, la editorial Schocken firmara un contrato con la madre de Kafka, mediante el cual ésta le cedía a la empresa los derechos internacionales de la obra de su hijo. Fue gracias a este contrato que la obra de Kafka comenzó a ganar audiencia en el país donde, poco después, sus libros serían condenados. Tras le entrada en el índice de 1935, Brod se movió rápidamente y logró que los derechos comprados por Schocken se transfirieran, en 1936, a una editorial checa, logrando la continuidad del proceso de publicación de las obras de su amigo en Praga.

De modo que buena parte de la traición kafkiana de Brod ya había cobrado sus frutos en Europa cuando, junto con su esposa Elsa, tomó, en marzo de 1939, el tren que lo llevaría, luego de atravesar Polonia, al puerto rumano de Constanza, desde donde partieron inmediatamente en un buque que los llevaría hasta Tel Aviv, pasando por Estambul, Atenas, Creta y Alejandría.

Una vez en Palestina, la obra traicionada de Kafka iniciaría una nueva aventura en tierras judías, lejos de las garras de Hitler. Esta aventura no será -y no podía ser- menos kafkiana que la primera. Max Brod continuará manejando los hilos para que la obra de su amigo siguiera publicándose, incluyendo los diarios, los cuadernos de notas y todo lo que había podido meter en aquella mítica maleta con la que desembarcó en Tierra Santa. Nuestro relato, por supuesto, no se agota aquí.