Una hipótesis candente. Los papeles que el amigo no quemó (III)



 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Si Max Brod lo hubiera obedecido, todavía leeríamos a Kafka, como ya dijimos, aunque hubiera quemado todo lo que por suerte no quemó. No podía haber quemado, por ejemplo, Contemplación, su primer volumen de cuentos, que publicó en 1912, bajo el sello de Rowohlt, ni Un médico rural, que apareció en 1920 en Múnich, por Kurt Wolff. Ni todo lo demás que escribió y publicó -suelto, aunque resuelto- en vida (que no fue poco, y todo muy bueno y muy kafkiano, muy de la Praga de los gólems y a la vez muy alemán): relatos sueltos en revistas y almanaques literarios, por ejemplo; entre ellos, nada más y nada menos, que la famosa Metamorfosis -que apareció en Die Weissen Blätter, de Lepizig, en 1915 -, o La condena, o El fogonero, o En la colonia penitenciaria, o Un artista del hambre o Josefina la cantante -válgame Dios-. No podía quemar, por supuesto, las numerosas cartas que el prolífico Franz envió por correo a sus muchas novias y a sus varios amigos, ni las que dirigió a algunos de sus parientes y a otro tipo de gente, como agentes de seguros, editores, directores de revistas o regentes de sanatorios y casas de reposo, en viaje volandero sin saber ya lo que sería de ello y mucho menos que se fuera a quemar. Muchos papeles de su mano, pues, iban a sobrevivirlo más allá de la encomienda insólita que le hiciera a su asombrado amigo de que quemara todo su haber: las cartas que Felice Bauer recibió y vendió, por ejemplo; las cartas a Milena Jesenská, o al propio Max Brod; las conversaciones que recogió puntilloso el cándido y jubiloso Eckermann de Praga, aunque nacido en Maribor, Gustav Janouch, un Boswell más tímido y menos presuntuoso, pero no menos maniático que el arrebatado biógrafo del viejo Johnson. Ya con eso tendríamos, caramba, Kafka y más Kafka para rato. Y es que Kafka todo lo que escribió lo escribió kafkianamente y de las minas de su Diario y de la hierba amarga de sus cartas infelices a Felice, sacó materia prima genuina para armar sus farsas legendarias, sus relatos con laberinto, sus novelas, en verdad, tan, tan kafkianas, que se nos quitan las ganas de calificarlas de otro modo. De modo que, si Brod hubiese quemado aquel baúl entero sin abrirlo y las viejas tablas de cedro hubieran ardido a gusto con todo aquel papelero convertido en una hoguera de llamaradas avivadas, altas como un castillo de Praga, todavía hoy estaríamos leyendo a Kafka. Muchos de sus cuentos pueden leerse en negativo, digamos, en las páginas de su Diario, y no pocos, creo yo, de los dramas que perturban a sus personajes novelescos están planteados en sus cartas. Los brevísimos apuntes de Contemplación, como los cuentos de Un médico rural, por ejemplo, y los otros que, como dije hace un momento, publicó sueltos, aunque ya resueltos, listos para la posteridad, son el más bello indicio de lo que sería su obra, de lo que hubiera sido si no la hubiéramos llegado a conocer, si hubiera llegado -en mala hora- a arder como, al parecer, él quería. Gracias a Dios, no obstante, Max Brod no le hizo caso y nos legó lo que nos legó. Infidelidad, desobediencia, traición -vicios tan reprochables- nunca tuvieron mejor destino, ni desenlace menos infeliz.