Un poema enmendado (2). Ezra Pound interviene La Tierra Baldía



 

 

Por Rafael Castillo Zapata.

Para ser el despliegue imaginativo y caviloso del paisaje devastado de la cultura europea de la primera posguerra del siglo XX, La tierra baldía ha resultado, en cambio, un libro fértil, rico en controversias y episodios de intriga crítica, enmiendas y mea culpas, más estratégicos que reales. Porque, si a ver vamos, tanto Eliot como sus editores no se hicieron los tontos a la hora de promocionar un libro que ya era conocido -gracias a su publicación previa en The Criterion, la revista que dirigía el propio poeta- antes de su aparición en forma de libro y que, luego, durante su circulación,se vería rodeado por un aparato crítico que incorporó polémicas en contra e insinuaciones apologéticas, así como notas de acompañamiento para conducir su lectura. De modo que el fenómeno tierra baldía, por así llamarlo, es, quizás, uno de las primeros y más eficientes -sólo superada, me parece, por el affaire del Ulises de Joyce, que incluyó una condena judicial aparatosa- maquinaciones publicitarias de la literatura del siglo XX, sin olvidar los célebres casos de Las flores del mal de Baudelaire y de Madame Bovary de Flaubert, en el siglo precedente.

Uno de los más atractivos ganchos de la aureola de escándalo -escándalo erudito, hay que decirlo- que envuelve la deriva histórica de La tierra baldía es, como hemos anunciado, la intervención providencial del poeta Ezra Pound, cuyo trabajo sobre el manuscrito original de un poema desparramado y caótico, como lo calificó el propio Eliot, es hoy memorable. Una bellísima y aleccionadora edición facsimilar, acompañada de un enjundioso aparato crítico, a cargo de la segunda esposa del poeta, Valerie Eliot, es hoy accesible para cualquier curioso exquisito, para cualquier lector devoto con espíritu arqueológico y curiosidad genética.

Gracias a esta preciosa edición podemos seguir y perseguir en carne viva -casi en vivo y en directo, por así decirlo- las huellas de la despiadada anatomía del manuscrito original, abierto en canal y, literalmente, desguazado y amputado, y reconstruido luego como gólem renovado, bajo el escalpelo, tan certero como implacable, del hábil y despiadado cirujano literario, doctor Ezra Pound -poeta, no cometa-, de Hailey, en Idaho, Norteamérica.

Empezó por el principio, como buen aristotélico. De ese modo, hizo añicos el antiguo título, He do the police in different voices, del que el poema sólo conservó la alusión a su polifonía. A continuación, arrancó de cuajo tres poemas que consideró superfluos. Adiós, pues, “Song”, “Dirge” y “Exequy”.

De “El entierro de los muertos”, el primer poema del conjunto, Pound cercenó de un tajomás de cincuenta versos del comienzo, eliminando las sórdidas escenas de la vida contemporánea que Eliot había focalizado en las aventuras nocturnas de un irlandés borracho en un burdel, rémora seguramente de su lectura apasionada del Ulises. La tajante línea oblicua que tacha esta primera parte eliminada es una de las más bellas cicatrices de la historia literaria moderna y un buen ejemplo de dibujo tachista.

No contento con eso, il maglior fabbro, sólo dejó a salvo setenta y cinco de los doscientos versos que constituían el borrador inicial de “El sermón del fuego”. De los noventa y tres versos iniciales de “Muerte por agua” sobrevivió sólo una décima parte. Y así por el estilo. Una verdadera carnicería.

Eliot nunca dejaría de agradecerle a Pound la encarnizada seriedad con la que asumió su tarea de lector inclemente: de su bisturí de alta precisión salió el poema concentrado, equilibrado, elegante, casi perfecto, que hoy leemos con gozosa y divertida devoción.