El paisaje según José Antonio Quintero

 


 

 

Por Álvaro Mata

El paisaje como motivo en la pintura venezolana se remonta al siglo XIX, cuando los llamados “pintores viajeros”, provenientes de Europa -Ferdinand Bellermann, Camille Pisarro o Anton Goering, entre ellos-, visitaron nuestra tierra, registrándola en magníficos apuntes y pinturas. A ellos se sumaría, en los comienzos del XX, figuras como Samys Mutzner o Nicolás Ferdinandov, quienes serían un vivo ejemplo de la pintura a plein air del Valle de Caracas con la gran montaña del Ávila al fondo, que tanto estimularía a los jóvenes del Círculo de Bellas Artes, y a quienes formarían luego la paisajista Escuela de Caracas. En las décadas de los años 40 y 50 el paisajismo se vio opacado por el interés por los temas sociales, derivados del muralismo mexicano, y la posterior llegada de las vanguardias, que calaron hondo en el arte venezolano.

Aplacado el furor vanguardista, y asimilados sus valores estéticos, en los años 70 resurge el interés por el paisaje, esta vez desde un lenguaje pictórico poco convencional, conocido como el “Nuevo paisajismo” del arte venezolano. José Antonio Quintero fue uno de sus representantes más destacados.

Caraqueño nacido en 1946, Quintero estudió arte puro en la Escuela Cristóbal Rojas y diseño gráfico en el Instituto Neumann. Armado con estos insumos, abordó el paisaje con óleos, acuarelas y serigrafías que muestran trazos gestuales, pinceladas libres y un asombroso juego cromático que vendría a constituir un sello inconfundible de su trabajo. En sus telas los colores danzan en ondulaciones rítmicas, remolinos y curvaturas que nos hacen presentir la frescura de un suave viento que mece la hierba y transforma las nubes.

Quintero pinta la ciudad y sus autopistas, la montaña y sus flores, pero no de una forma realista sino “libre y espontánea”, según decía. Y agregaba: El “paisaje puede ser existente, o sea que constituye un hecho geográfico verdadero, imponiéndose en este caso la traducción de la realidad a través de la idea, el dibujo y el color; o por el contrario, puede ser un paisaje de la imaginación, compuesto por los diferentes elementos que reposan en la memoria, esperando solamente el momento de realización”.

Enamorado del Ávila, de la que residía a poca distancia y estudiaba con minuciosidad, José Antonio Quintero pintó paisajes hasta el final de sus días, en un sostenido e íntimo diálogo con la naturaleza, creando una obra de aparente sencillez que evoca la poesía de una ciudad que, aunque a ratos infernal, ejerce un fuerte magnetismo sobre quienes la habitamos.

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